Tuesday, December 23, 2008

Tocadiscos

Cuando entraba en la tienda, todos lo mirábamos con una mezcla de perplejidad y respeto. Tenía que ser un coleccionista, un experto, un auténtico sibarita musical. El hecho de que sólo comprase unos objetos tan obsoletos como los discos de vinilo lo elevaba a los altares de la exquisitez, o de la extravagancia, quién sabe. Una vez a la semana aparecía allí, rebuscaba entre las fundas, y siempre se llevaba un par de discos, algunas veces antiguos, otras veces de esos grupos actuales que todavía se molestan en conectar con los pocos gourmets de la música que, como él, aprecian esas frecuencias que dotaban de "cuerpo" al sonido del vinilo y que se han perdido en el formato digital.

Pero digamos la verdad; jamás había escuchado ni un solo disco de los que cada semana compraba puntualmente. Ni siquiera tenía un aparato tocadiscos. Y no era que tuviese intención de hacerse el interesrante yendo a la tienda de música a presumir de una excentricidad distinguida. Lo que a él le gustaba era disfrutar de aquel momento en que sacaba el disco de la funda. Se detenía a apreciar los reflejos de la luz de su cuarto sobre el pvc, lentamente pasaba su dedo sobre el borde del disco hasta sentir un cosquilleo que erizaba el vello de su brazo. Si había comprado dos discos, entonces los sacaba de la funda a un tiempo, los colocaba sobre la mesa del escritorio y los acariciaba con las dos manos. Le encantaba sentir los surcos sobre las yemas de sus dedos, y después apoyar completamente la palma sobre ellos y hacerlos girar sobre la mesa, despacio, con suavidad, disfrutando del sonido que emanaba de la fricción. Digámoslo pues claramente; él era lo que podríamos llamar en términos literales, un "tocadiscos".
En algunas ocasiones, se llevaba hasta la cara el negro plástico y lo hacía deslizarse sobre sus mejillas, rozándole los labios. Rápidamente, lanzaba el disco sobre la cama, cogía otro, y repetía el proceso. También le gustaba sentir su tacto sobre los brazos y su pecho, y tras pasarse así la tarde, probando el contacto del disco sobre su piel y lanzándolos a continuación a la cama, ya era él mismo quien, tras haberse despojado de la ropa, se lanzaba sobre el lecho, encima de toda su colección, para empaparse de ellos. Aquel baño de discos le provocaba un placer inusitado, se retorcía sobre ellos, los rayaba, algunos se rompían, pero qué importaba, compraría más la próxima semana. Los discos rotos llegaban a hacerle daño en la carne, le provocaban cortes que apenas sentía, y la sangre se deslizaba casi inadvertidamente sobre los negros surcos de aquella música silente.

En este trance se hallaba un seis de enero cuando lo sorprendió su novia. Corrijo, fue la novia la que se sorprendió al ver aquel panorama tan descomedido. Venía ella con un regalo de día de Reyes que, paradojicamente, era un CD de su rutilante estrella del pop favorita. En fin, que era evidente que tenían algo de qué hablar.

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Thursday, December 18, 2008

Las leyes del desorden y la tontería.

Ya se le notaba al día que venía cargadito de destino, confabulando con las leyes del desorden y la tontería. Mi plan era terminar las clases a las seis de la tarde, irme a casa, tomar un colacao y esconderme debajo de la cama, pero ya desde por la mañana daba la impresión de que nada saldría bien. El día empezó con el viento de protagonista rompiéndome el paraguas de Elvis Presley que por 20 euros me había comprado un día en Bilbao escapando de la lluvia. Primer aviso. Un poco después una llamada telefónica me dejó claro que el plan era sin duda inviable. Un compañero acababa de operarse de no sé qué en la boca y el médico le advirtió de que no debería salir de casa, así que yo iba a substituirlo, a las siete. Con apenas un rato para salir de clase y hacer fotocopias de algún ejercicio que pudiese emplear en una clase inesperada, me apresuré calle abajo y lluvia arriba hacia una copistería de la que me echaron porque allí no hacían fotocopias de libros, sus razones tendrían, disculpen mis tendencias delictivas. Tres manzanas más allá, otra copistería, llena de gente haciendo cola, tratando de fotocopiar sus porciones de destino al mismo tiempo que yo. No había tiempo. Las seis y media, debía dirigirme al coche y aplicar el plan b, nada de fotocopias, nada de ejercicios, acelerar, llegar a clase a tiempo y explicar teoría y dar rienda suelta al rotulador sobre la pizarra. Conduje despacio. Compréndanme, pero ese día estaba cargado de mal fario y no había que tentar a las curvas. Por eso llegué tarde a clase. Tarde y sin fotocopias. Mis alumnos comenzaban a estar ya esperanzados con la ausencia del profesor y por ello lanzaron una queja de decepción nada más verme, medio en serio, medio en broma.
-¡Eh! ¿Qué recibimiento es ése? ¡Cualquier día me lanzan los zapatos!

Por la noche cayó un trueno que tronó demasiado. Supongo que por ello el modem se asustó y dejó de funcionar. Y yo, sin paraguas, sin tiempo, sin conexiones, sin palabras apenas para emitir un quejido. Pero ahí estoy, con miles y miles de recursos, con envoltorios brillantes, con palabras mágicas y sonrisas combativas, burlando a todos los segundos que se agolpan en mi contra, blandiendo mi espíritu inquebrantable como un escudo. Ya habrá tiempo para mis otros yos. Entonces cuidado que desordenaré todo ese desorden.

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El tocadiscos no carbura

"El tocadiscos no carbura", dice mi abuela cada vez que no es capaz de cambiar su equipo de música de modo cinta a modo CD. No conozco a muchos más que utilicen con tanta gracia el verbo "carburar" con el significado de "funcionar". Lo que me pregunto es si no habría que reivindicar la vieja palabra tocadiscos para nombrar a ese aparato que no parece ajustarse a ningún nombre en concreto más allá de un anglicismo y que al parecer no "toca" sino que "lee".

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